terça-feira, 13 de setembro de 2011

48 (1)- O RESGATE

O RESGATE

Al amanecer hubo un gran clamor y, de repente, sus captores fueron atacados por otra docena de hombres armados que surgieron del bosque por las cuatro direcciones, dando una violenta pero ordenadísima carga con lanzas, hachas arrojadizas y espadas. Desde su incómoda posición Orfeo no podía ver lo que estaba sucediendo, pero se sorprendió de que los atacantes parecían estar cantando, y bien afinados, mientras sonaban duramente los hierros que luchaban.
Orfeo consiguió arrastrarse trabajosamente sobre el suelo, totalmente amarrado como estaba,  hasta  un punto de su encierro donde pudo contemplar parte del campo de batalla. Tras el primer choque devastador y sangriento se había trabado un ruidoso cuerpo a cuerpo encarnizado, en el que, más que una batalla general, pareció librarse un corto número simultáneo de duelos singulares entre campeones, que eran ayudados por sus hombres.  Ese fue el momento en que, además de los cánticos, Orfeo comenzó a oir una gaita que los acompañaba, realzando sus ritmos y su intensidad. 
Finalmente, con escasos bandidos huidos y la mitad destrozados por el suelo, sólo quedaron en pie sus tres jefes, los tres vistiendo pieles de venado y adornados con cuernos sus cascos. Rodeados por aquellos guerreros que cantaban al son de la gaita, tuvieron que luchar, uno a uno, con el que parecía el líder de éstos, un hombre bajo y ancho con el pecho desnudo, cubierto con un morrión negro simple  y un escudo redondo, que se movía, sin dejar de cantar, con una perfecta combinación de ritmo, fuerza, técnica, engaño y flexibilidad felina.
Parecía limitarse a defenderse, con la mayor calma y atención, de los embates contrarios durante breve tiempo, desviándolos o esquivándolos, protegido por un escudo redondo, mientras giraba corriendo alrededor, como danzando al ritmo de la música, y lanzando golpes bajos seguidos contra las piernas del enemigo, acompañados de constantes subidas de tono de su canto, que desconcertaban y ponían nervioso al oponente.
...Hasta que de pronto, percibía su oportunidad, superponiéndose a su adversario con un inesperado salto silencioso hacia arriba, para descargar desde el aire, como un rayo, una extraña espada corta y ligeramente curva que casi parecía una hoz. Despachó así a los dos primeros con una sola rápida estocada a cada uno y al tercero con dos: una en punta, que le penetró por el costado, y otra diagonal en tajo, inmediata, que le segó la cabeza en cuanto se contrajo.

Sus compañeros le aclamaron con otro cántico triunfal y luego se dedicaron a escudriñar  el campamento. Dos de ellos soltaron a Orfeo, lo ayudaron a ponerse en pie y lo llevaron ante el guerrero del morrión negro, que ya estaba recibiendo el agradecimiento de los otros prisioneros liberados. El campeón entregó solemnemente al mayor de los niños, delante de su madre, el ensangrentado casco de cuernos de venado del jefe de los bandidos, como constancia de que se había hecho justicia a su protector asesinado. Cuando terminó de consolarles, se volvió hacia el tracio, quien se fijó entonces que llevaba en el cuello un collar hecho con una sola pieza de oro macizo abierta por delante, con los extremos en forma de bellota, seguramente signo de su jefatura.
-Estás libre, viajero. Ayer escuchamos tu bella música en la cima de la montaña y llegamos a tiempo para ver desde lejos como te capturaban aquellos bestias, incapaces de apreciarla y de tratar a un bardo con el respeto sagrado que se merece. No quisimos intervenir inmediatamente y os seguimos, porque necesitábamos saber donde tenían a los prisioneros que buscábamos y al ganado. Luego nos mantuvimos al acecho durante la noche y sólo aguardamos la hora más adecuada para sorprenderles.
Orfeo se inclinó, extendiendo las manos.
-Mi nombre es Orfeo de Tracia. Decidme, por favor, cual es vuestro nombre y vuestra nación, ilustres señores, para que pueda honrarlos toda mi vida con mi agradecimiento.
-Somos los Brigmil, una fraternidad andante de guerreros. Yo soy Aito, “El que Dice la Palabra” y, aunque procedemos de distintas tribus de Oestrymnios y Saefes que habitan el Extremo Occidente, no dependemos de ninguna. Nuestra nación son los caminos sagrados entre los mundos y nuestros verdaderos compatriotas, las gentes que, igual que nosotros, se aventuran a caminar por ellos para encontrarse. Volvemos de una campaña en la que nos hemos dedicado a limpiar el Camino de las Estrellas de bandidos que impiden la libre circulación por él a los viajeros y peregrinos que, como tú, quieren llegar a nuestra tierra.
Orfeo se fijó también en que en el escudo del campeón se veían dos lobos negros al acecho sobre un fondo azul de noche estrellada y recordó que ya había oído antes la palabra Brig o Breogh, Bhergh o Brigante, referida a conceptos tales como alto, elevado, fuerte, valiente o noble; y Mil como guerrero. De manera que, con el aire más digno y sus más corteses maneras, respondió:
-Estoy en deuda de vida con ustedes, Aito, “El que Dice la Palabra” y compañía,  y sinceramente sorprendido y admirado por su maestría inigualable en la lucha y como todos lograron  mantenerse cantando tan bien mientras peleaban... Quisiera poder hacerles un gran presente, pero sólo tengo mi música. Si me permitiesen conocerles un poco, sería un honor para mí componer un himno de agradecimiento y dedicárselo.

Los guerreros que podían entenderle explicaron a sus compañeros las palabras de Orfeo y todos parecieron complacidos con la propuesta del himno. El líder ofreció al bardo la protección del grupo durante el cruce de las montañas que llevaban al País de los Gal, que era el trayecto más propicio a emboscadas, ya que ellos iban en la misma dirección que él durante un buen trecho.
Orfeo aceptó la escolta encantado y pasó el resto del día en aquel barranco, que desde entonces se llama “Mata-Venados”, escuchando el triste relato de su tragedia a la mujer y a los niños a quienes les habían asesinado al hombre que intentó defenderles. Luego se sintió agotado, comió lo que le dieron y estuvo varias horas descansando de la horrible noche anterior, junto a los tres guerreros que se habían quedado a protegerles y a vigilar el ganado, uno visible y los otros dos escondidos entre los arbustos, mientras el jefe y otros dos jinetes llevaban a su pueblo a la segunda de las mujeres liberadas y el resto buscaba a los bandidos huídos por los alrededores.
            Por la tarde, regresaron ambos grupos y, en lugar de arrojar a los buitres los cadáveres  de los vencidos, como parecía ser la costumbre ibérica, tanto fueran enemigos como amigos...  los colocaron dignamente sobre pilas de leña y los quemaron mientras  todos cantaban cantos fúnebres alrededor, acompañados por concentrados rezos. Terminada la ceremonia, Aito dio órdenes de que todo el mundo se trasladase hasta el borde del camino, para hacer nuevo campamento en una zona más alta y despejada. 
Así, organizaron el rebaño y los caballos, recogieron sus pertrechos y ascendieron trabajosamente toda la montaña entre los bosques, llegando de nuevo al camino y a la cima donde Orfeo había hecho su cruz de lanzas sobre un poste antes de ser aprisionado (la cual, desde entonces, a lo largo de los años, ya ha sido renovada muchas veces por los peregrinos, que suelen dejar al pie del madero una piedra en honor al Guía de los Caminantes...). Pero el líder no quiso hacer campamento allí por tener una zona muy boscosa alrededor y prefirió que siguieran el camino hacia el oeste mientras hubiera luz.

Poco antes del atardecer, Aito escogió una posición despejada, elevada y defendible como campamento, desde la cual se divisaba un imponente fondo de cumbres nevadas, y dispuso guardias dobles con bocinas alrededor, no temiendo permitir que encendieran fuegos, ya que hacía verdadero frío. Luego, todos los que no estaban de servicio se relajaron y prepararon una cena frugal, Antes de servirse, la agradecieron con un de sus bien armonizados cánticos, en un claro y sonoro lenguaje que parecía bien distinto del que normalmente hablaban.       
Hubo un total silencio mientras comían. Al final, y tras recoger y limpiar todo sin dejar el menor rastro, cantaron de nuevo.
Aito se dirigió entonces a Orfeo, ante todo el grupo,  e inquirió, en lengua franca:
           -Viajero, dinos, por favor, tu nombre, tu nación, a dónde te diriges y por qué viajas.
           -Mi nombre es Orfeo- dijo él para todos-.Vengo de una tierra muy lejana llamada Tracia. Voy hasta el Extremo del Mundo, con la esperanza de poder acceder al País de los Muertos, y rescatar de allí al ser que más amo.

         Volvió el silencio, Nadie  hizo el menor comentario a sus palabras, ni siquiera un gesto, como si hubiese dicho algo comprensible, completamente natural y normal.

El líder llamó entonces a uno de sus compañeros con el nombre de Turos, y ordenó, simplemente: -“Señor del Gran Camino”.

Desde el lugar donde se sentaba, aquel joven declamó, frase  por frase, algo que parecía una oración o un poema en lengua franca, mientras todos la repetían al unísono y con muy buena afinación, haciendo de sus voces una. Enseguida repitieron lo mismo cuatro veces, pero ya en estrofas cantadas, la tercera en tono más alto e intenso, y Orfeo las fue memorizando y uniéndose, en voz baja, al canto general.

“Señor del Gran Camino,
Acepta nuestra más profunda aspiración:
guíanos al reencuentro con el Alma Amada.
Para que El Amor resplandezca,
para que Tu Voluntad  sea hecha,
para que el Nuevo Mundo amanezca”

El grupo siguió coreando las estrofas, Orfeo sacó su lira de la mochila y dibujó con ella la melodía bajo el canto. Otros instrumentos musicales, dominados todos por la fuerza fluyente de una gaita,  se le unieron, Cuando terminaron, hubo un silencio lleno de presencias y se sintió como tocado en la frente por el espíritu de Eurídice y muy a gusto, en compañía de aquella nueva familia. La música era una vibración que unificaba a todos los pueblos.

Siguiendo la misma tónica y luego de pedir y obtener licencia del jefe, el bardo tocó y cantó dos de las más bellas canciones guerreras que conocía, dando oportunidad a sus oyentes a que también aprendieran sus estribillos y los corearan, lo que creó un alegre y cordial clima de fraternidad entre ellos y distrajo un poco de su dolor a la mujer y a sus hijos.
Después, otros cantores y músicos iniciaron himnos  o poemas desde otros puntos alrededor de la hoguera, y Orfeo se limitó a acompañarlos como mejor pudo con su lira, pues ya eran en la lengua de ellos, al parecer llamada galaico o goidélico.

Hablaban un idioma  cuyas parrafadas sonaban como si las cantaran, ya que había un cierto movimiento ondulatorio en sus frases y unos pronunciados giros en las interrogaciones... “Espiral, eso es una lengua espiral”, pensó. Y se propuso repetir y tratar de entender su sentimiento. Con su excelente oído estaba muy bien dotado para los idiomas y aquél era tan musical que podría servir para componer canciones excelentes.
Ya habiendo entrado en calor, algunos de ellos declamaron también en aquella lengua unos poemas  e himnos que parecían ser partes de una misma historia. El joven Turos vino a sentarse junto a  Orfeo, y le tradujo algunas partes especialmente expresivas. Pudo percibir entonces que se trataba de la historia heróica  de un ascendiente llamado Niul. que viajó desde su Escitia natal hacia el Cáucaso y la Frigia, embarcando para  Creta y luego Egipto, donde luchó junto al Faraón, contra los etíopes y que de allí, en compañía de su esposa egipcia, regresó a Asia Menor  y al Cáucaso y, por fin, en compañía de sus veteranos y de otros jóvenes guerreros que se le unieron en el Cáucaso, cruzaron Europa toda hasta llegar  al país de los Gal y al Océano. Niul  buscaba una Isla Sagrada a la que los sacerdotes egipcios le habían contado  que se podía llegar desde el litoral Noroccidental de Iberia, pero murió sin llegar a descubrirla. 
A Orfeo le pareció increíble que en aquella región tan remota del extremo Occidente hubiese quien hablara de lugares situados al otro lado del mundo, como la Escitia, el Cáucaso, Frigia, Creta, Egipto, los Etíopes..., pero esos nombres, incluso recitados  con otra pronunciación, así como el del Faraón,  eran inconfundibles.

A una hora prudencial, el líder cerró los cantos con unas frases de reverencia a sus dioses y todos, menos los centinelas, se dividieron en grupos y se acostaron a dormir sobre el terreno, las armas a ambos costados de cada uno. Esa fue la noche más tranquila y confiada que Orfeo había disfrutado desde su llegada a Iberia y su sueño fue tan profundo como reparador.

Con el alba, los Brigmil recitaron en voz baja sus cánticos, como saludando el nuevo día y, tras levantar el campamento, siguieron descendiendo aquella alta montaña por una pendiente cada vez más pronunciada. Iban en silencio, divididos en grupos y, aunque no demostraban ninguna prisa, fluían a buen paso. Cada guerrero llevaba pintados en su escudo un lobo o varios, o cabezas o garras del mismo animal totémico, el gran cazador de los montes galaicos.
Aquellos hombres-lobo, sin embargo, llevaban muy bien protegido el rebaño de cabras y la gente liberada en el centro de su compañía. Los grupos patrullaban alternativamente la vanguardia, la retaguardia y los flancos, siempre prevenidos y alertas a cuanto tuvieran alrededor y no dejando las patrullas de aprovechar la ocasión de recolectar vegetales comestibles. En cierto momento, salió corriendo del bosque ante ellos corriendo o un bello gamo,  pero nadie hizo siquiera el ademán de apuntar el arco contra él.
Los Brigmil iban vestidos en su mayoría con telas gruesas de lino de color ceniza, ceñidas bajo un ancho cinturón ventral de cuero del que pendían daga y hacha, con los pechos desnudos o cruzados por bandas o capas del mismo lino gris, que sujetaban la espada y el redondo escudo a la espalda, portando una lanza o dos jabalinas en la mano. Algunos llevaban morriones pero la mayoría  lucía la cabeza descubierta, a pesar de que  no se les veía ninguna de aquellas vistosas cabelleras ibéricas, sino que tenían el pelo cortado al mínimo. Sólo al atardecer o al dormir  al raso se cubrían con las capas.  Mostraban una impecable, aunque aparentemente informal, disciplina militar, enorme espíritu de camaradería y, más que obediencia, verdadera devoción al líder, “El Que Dice la Palabra”; ya que, aparte de esa especial atención y respeto al mejor luchador y estratega, que, al mismo tiempo era moderador y elemento decisorio de las asambleas del conjunto, las relaciones entre todos los demás miembros del grupo eran de absoluta igualdad, pero sin familiaridad  banal.
Orfeo estaba sorprendido de que, al contrario de la mayoría de los ìberos, gente muy bullanguera y ruidosa, los Brigmil se mostraban muy silenciosos la mayor parte del tiempo, fuera de sus cánticos, que se entonaban  en momentos puntuales con una cierta solemnidad y veneración, y si hablaban entre ellos, lo hacían en voz bien baja, de forma mesurada, prestando todos la mayor atención cuando su comandante o alguno de los lugartenientes daba cualquier instrucción. Si un superior tenía que dar una orden sectorial o llamar la atención a alguien, jamás lo hacía delante de todos, sino que llamaba al responsable a hablar con él privadamente y en voz baja.

Por la tarde llegaron al poblado de pastores donde se había producido el primer asalto de los bandidos, que ahora tenía ya una pequeña guarnición de jóvenes arqueros defendiéndolo. Fueron recibidos como héroes por los lugareños, que acogieron con gran afecto y compasión a la mujer y a sus niños, quien subió a un ara de piedra desde la cual se veían los picos nevados, prendió el fuego con madera olorosa, e hizo una ofrenda de acción de gracias a sus dioses y de apaciguamiento del alma del pastor asesinado, colocando entre las llamas el casco de cuernos de venado de su asesino, dejando que ardiera la pira mientras Orfeo cantaba una canción fúnebre. Luego la mujer atravesó la cabeza del asesino con una vara puntiaguda y la puso en exposición a las puertas del poblado.
Varias bandejas de barro con comida cocinada , abundante sidra y jugo de manzana fueron repartidos entre los Brigmil, la guarnición y los vecinos, que hicieron sus libaciones a la memoria del muerto, deseándole una nueva vida mejor, ya que había caído valientemente, en defensa de los suyos. Allí mismo, dos hombres de la aldea se ofrecieron a la mujer para sustituirle en cualquier cosa para la que se los necesitase. El tracio se fijó en que, a diferencia de los vecinos y los jóvenes arqueros, los Brigmil  no tocaron ni las carnes ni la sidra , aunque si hicieron, por cortesía, el gesto de llevar ate sus labios las libaciones rituales, no la bebieron, limitándose a servirse pan y alimentos vegetales y a beber jugo no alcóhólico.

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