terça-feira, 13 de setembro de 2011

48 (4)- AITO


AITO
Le sorprendió encontrarse a Aito sentado entre varias de las damas más hermosas y encumbradas de la comunidad, a juzgar por la jerarquía que denotaban sus joyas, dejándose mimar por ellas y siguiendo sus conversaciones amablemente, pero sin concederles mayor atención que la que se concede a unos compañeros varones.
Orfeo pensó en qué es lo que buscan las mujeres en los hombres. Turos era atractivo y simpático, normal que lo escogieran. Pero Aito era poco proporcionado, ancho, bajo, con semblante inexpresivo y un poco enérgico de más, enmascarada su serenidad en marciana dureza a causa de una cicatriz que le cruzaba la frente en diagonal. Y se sentaba sobre su banco de una manera muy común, no como un pintor o escultor heleno hubiese hecho posar a un héroe.
Un héroe, un matador de hombres. Miró a la bella mujer rubia con la que conversaba en ese momento y se la imaginó desnuda, recostada con Aito sobre un lecho. Se puso en ella, tan linda, tan dulce, tan señora, a pesar de ser una bárbara del incivilizado Oestrymnis; tan digna de ser amada y respetada. Miró desde ella las manos a cuyas caricias se había confiado, que bajaban acariciando su pelo, su cara, su cuello... unas manos fuertes, duras, capaces de levantar mucho peso, de descargar grandes cantidades de energía.
Unas manos ágiles, con dedos sensibles, precisos, acostumbrados a hacer toda clase de fitas con la espada. Orfeo recordó la cabeza del hombre-venado volando por el aire, segada por un solo golpe de Aito, tirada en el suelo, todavía con su casco puesto, los ojos abiertos, asombrados, la boca haciendo una mueca de estupor ...sangre sobre la hierba. Unas manos sangrientas, homicidas. Las crueles manos de la muerte tocando ahora mis ternuras femeninas, diseñadas a la medida de la boca de un tierno recién nacido. Las despiadadas manos de la muerte acariciando la intimidad recóndita de este vientre que da vida.

Aito vio que Orfeo estaba mirando hacia él, levantó una taza vacía y señaló una jarra de jugo de manzana. El tracio salió de golpe de su ensueño y del cuerpo de la mujer imaginada, algo avergonzado por permitir a su mente que imaginase tales cosas y aceptó con una inclinación de cabeza, acercándose y saludando cortesmente a las damas, que le correspondieron con sonrisas. El guerrero le pasó la taza llena y abrió sitio en el banco para que se sentara a su lado.
Durante un buen rato más, ambos siguieron manteniendo una conversación simpática y superficial que era, en realidad, una respuesta gentil (mas que huía del compromiso), al evidente cortejo que las damas le hacían al caudillo y que también se hizo extensivo al bardo cuando captaron que era una persona de calidad.
La mujer rubia real, dentro de cuyo cuerpo se había imaginado, le preguntó, medio por señas, de donde venía y, al saber que era tracio, pasó a conversar con él en la vieja lengua franca pelasga de los mercaderes del Mediterráneo, la cual manejaba con una cierta distinción, aunque no muy fluidamente. Orfeo quiso saber dónde la había aprendido, pero su respuesta, dándose mucha importancia, hablando demasiado, soltando risitas innecesarias por el medio y contando muy deprisa una historia de una enrevesada relación con un capitán de galera fenicio, en la cual se hacía patente que veía a los hombres, incluso a los civilizados, como seres elementales y manejables, le hizo tener nostalgia del silencio desplegado por los Brigmil durante el camino, perder todo su interés inicial hacia ella y ponerse a atender a las otras, mientras ella seguía parloteando.
La segunda mujer era la más bella de todas, aunque inabordable. Estaba allí como una estatua que ornara la plaza, no necesitaba ni una de sus costosas joyas para parecer la reina de la fiesta, pero no sabía  fascinar más que con su soberbia presencia externa, sin dejar traslucir nada que hiciese suponer algo que no fuese puro convencionalismo pasivo, frío y egoísta en su interior.
La tercera, hermosa y de ojos inteligentes, como los de Atenea, se llamaba Bron, tenía una conversación interesante y atenta, a base de cortas frases fluídas e incisivas que arrastraban a los demás a exponer lo más profundo de sí mismos, con un toque de humor de doble sentido dirigido al intelecto, que dejaba traslucir en su interior un refinado poso de muy antiguas civilizaciones femeninas tenazmente conservadas durante generaciones, mediante transmisión íntima de madres a hijas y nietas, frente a múltiples invasiones de incultos varones bárbaros a los que siempre habían acabado asimilando.
Su voz sonaba adorablemente femenina y cálida, en tanto que su rostro transparentaba una firmeza altiva de leona. A Orfeo le encantaba, pero ella no mostraba interés sino por Aito y se notaba que ya se conocían hacía años, que probablemente habían sido amantes tiempo atrás y vivido mucho placer, mucha lucha y mucho dolor juntos, porque ambos se miraban con admiración y al mismo tiempo, trataban de esquivar ciertos puntos donde su desacuerdo era evidente y hasta irritante.
Utilizados sus recursos de seducción durante un tiempo prudencial sin que ninguno de los dos hombres pareciera estar muy dispuesto a un intercambio más íntimo, las damas, una por una, acabaron por irse despidiendo con gracia, simpatía y dignidad ibérica, marchando a disfrutar de la fiesta antes de que acabase.


-Aito –preguntó Orfeo cuando se quedaron solos-: ¿En verdad no echáis de menos los Brigmil el tener una cierta estabilidad sentimental, una compañera leal cuya amistad y amor sea permanente, unos hijos que os alegren la vida?
-Nadie tiene esas cosas -respondió el líder con serenidad-. Sólo tienen la ilusión de tenerlas. Continuamente se ven obligados a luchar y a trabajar por defenderlas, reconquistarlas, mantenerlas, adivinarlas, complacerlas y conservarlas, siempre subiendo y bajando la rueda... y ese trabajo es muchísimo mayor y más desgastante que el que cuesta, simplemente, conquistarlas. Nosotros hemos ido un poco más lejos que esa ilusión. Tratamos de no entrar en esos giros ilusorios del poseer. De situarnos por encima de la Rueda de la Ilusión. Así, no sufrimos, como la mayoría, por intentar la retención de personas o cosas que son imposibles de retener.
-Y vosotros que sois capaces de lanzaros a conquistar una isla lejana, apenas soñada, en ese océano que todos temen tanto, ¿No os gustaría parar un momento de vivir errantes en busca de más y más sueños y tener en ella vuestras propias casas y tierras donde descansar y una vida tranquila y segura? 
-Ya tendremos tiempo de descansar cuando estemos muertos -dijo sonriendo el guerrero-. Ya tendremos toda la seguridad del mundo cuando, al llegar a las Islas de los Bienaventurados, comprobemos que renacemos cada día, vivos y eternamente jóvenes y potentes como el sol, hasta que nos aburramos y pidamos que nos manden de nuevo a vivir encarnados con verdadero riesgo en este mundo, como pioneros avanzados de una Nueva Era.
-Pero ¿dónde dejáis el disfrute de la vida junto a los seres queridos? -insistió el bardo. Deseaba dejar de hablar en plural, esquivar el código de creencias de los Brigmil, que casi nunca hablaban de sí mismos y preguntarle directamente que era lo que él, la persona Aito, sentía en su interior. Pero no se atrevía a tocar tan a fondo la intimidad del imponente líder. Eso no estaba bien visto entre los orgullosos íberos varones y le podían responder “¿Y a ti que te importa?”.
-Nosotros disfrutamos todo lo posible de las cosas buenas de la vida en el momento  preciso en que decidimos escogerlas a plena consciencia... –decía Aito- También de las personas, cuando sus almas nos atraen de verdad; pero no tratamos de retenerlas ni poseerlas, porque uno es siempre poseído por sus posesiones. Y es agradable dormir con bellas damas en sábanas limpias, pero quien lo hace demasiado a menudo, acaba convertido en su sirviente. Fíjate como miran a los Brigmil, llenos de envidia y resentimiento, todos esos hombres que viven aquí y que ahora son relegados mientras sus mujeres cortejan a los llegados de fuera, a la novedad pasajera.
-Pero muchos de tus compañeros se van con ellas -observó el tracio recordando a Turos. La bella rubia de su ensueño también abandonaba la fiesta en dirección a las casas, del brazo de uno de los más jóvenes lobeznos que habían danzado, que debía tener unos doce o quince años menos que ella.
-Así es –dijo Aito, que también la había visto-. Nadie está controlando la vida privada de un guerrero libre, cuando está en su tiempo de asueto, sólo él mismo se controla y se resguarda de las tentaciones de la ilusión.
-Es  “La Vía del Filo de la Navaja” –dijo, señalando con la vista a otro guerrero-lobo que pasaba acompañando a una mujer- .Esta noche mis hombres van a estar ante mayores peligros que en el campo de batalla, y no contarán con la ayuda de sus compañeros. Yo también disfruto de la compañía de un ser femenino cuando su alma complementa a la mía, a veces un simple paseo en silencio por un bosque nos alimenta y conforta a ambos. Pero después lo dejo circular, y retorno bien antes de la hora marcada para pasar revista, para lavarme la cabeza de ensueños, porque  nadie debe sentir en mi voz las telarañas de melancolía que nos dejan los encuentros con el otro sexo. Los Brigmil cuidamos de no enredarnos en  ilusiones de los cuerpos inferiores que nos desenergeticen y debiliten. Estamos consagrados como guardianes, vigilantes y pioneros al servicio del Plan Evolutivo. No debemos tener nada que no pueda uno llevarse consigo al combate, sin portar demasiado peso.
-¿Por qué has escogido una vida como ésta? -insistió Orfeo, percibiendo que Aito ya estaba saliéndose  de nuevo de lo personal para regresar a la neutralidad de su identificación grupal.
-Esta vida es solamente un curso de una escuela que sirve para acceder a un curso superior –afirmó “El Que Dice la Palabra”-. Y así eternamente, pues el ser infinito que somos se va viviendo a sí mismo a través de las infinitas existencias. Todos  mis compañeros eran individuos brillantes y magnéticos que escogieron ser guerreros libres para llegar pronto al conocimiento de sí mismos, probándose en situaciones extremas, aceptando votos, renuncias a la personalidad y al libre albedrío y grandes desafíos y, sobre todo viviendo un profundo proceso de transformación interior, a fin de salir rápido de este nivel evolutivo de pura ilusión hacia el siguiente más elevado en consciencia.
            -Pero eso son sólo creencias, Aito, no se puede saber con seguridad que eso sea así o no hasta haber muerto. Y quizás entonces ya no sirva de nada el saberlo –dijo Orfeo amargamente.
-Un feto le dijo a su mellizo: “¿Será verdad que existe vida después del parto?” “¡No lo creo!”, contestó el otro, “¡Nadie ha regresado de allí para contarlo!”

Ambos rieron el chiste y brindaron con jugo de manzana. Orfeo estaba sorprendido por aquel sentido del humor del galaico que soltaba una broma como una estocada cuando más serio parecía que estaba.
-Un hombre inteligente y valeroso aprovecha todo lo que puede de las cosas que le motivan en esta vida –dijo Aito, regresando sin transición al tema-. Pero cuida de no esclavizarse al vano intento de retener esas cosas, porque todo se está transformando continuamente y nada permanece.
Calló para beber de su taza. Orfeo se fijó como bebía: era un sorbo abundante, pero no lo tragaba de una vez, como los bebedores ansiosos, sino que lo degustaba bien en el paladar antes de ingerirlo. Algunos de sus otros  hombres se habían ido acercando y sirviéndose con total confianza.
-Un hombre inteligente y valeroso también trata de degustar la vida a tragos lentos e intensos -siguió, como adivinándole el pensamiento-. Y trata de progresar y aprender en ella cuanto pueda, a base de darse por entero y de terminar su vida de una forma digna de sí mismo, con gloria, con lucidez y con calidad, en lugar de prolongar de forma vana una anodina mediocridad en el tiempo, como quien resguarda avariciosamente sus energías, en lugar de usarlas.
-Pero esto no es un tipo de vida que pueda durar mucho –arguyó Orfeo-. ¿Y cómo os las arreglaréis en la vejez?- preguntó para todos, puesto que estaban escuchando.
-¿La vejez? -rió Aito- ¿Alguno de vosotros tiene interés en llegar a viejo? -preguntó en general a sus hombres.
La respuesta fue una jocosa rechifla colectiva. Uno de los Brigmil, Bodo, que parecía el de mayor edad a pesar de su fortaleza, unos cincuenta años, respondió:
-No sé como he podido llegar a la edad que tengo, a pesar del ardor con que me entrego al combate, debe ser porque aún tengo mucho de lo que purificarme  antes de partir…pero si el enemigo no es capaz de acabar conmigo antes de que mi paso no pueda seguir manteniendo el ritmo de mis compañeros, desafiaré a cualquiera de ellos para que me mande al País de la Eterna Juventud, o yo le mandaré a él, para tener buenos amigos allí el día que por fin llegue.
Todos rieron, asegurando que Bodo no se iba a encontrar sin amigos en las Islas de los Bienaventurados y diciendo que querían lo mismo para ellos.
-Si un día Aito cae en combate, muchos le seguiremos después de batirnos entre nosotros mismos en su funeral –dijo otro sin que sonara como una adulación-. Acompañar a un héroe como él en el Más Allá es mucho mejor que formar parte de la corte del rey más poderoso de este mundo.
-¡Pero eso es prácticamente un suicidio! –arguyó el tracio, asombrado, tras asegurarse, por las expresiones de los demás, de que todos pensaban algo parecido a lo que el guerrero-lobo había expresado tan espontáneamente- ¿No condenan el suicidio vuestros cultos?
-Nosotros sólo damos culto a la Libertad  -dijo él- ¿Qué mejor acto de libertad que poder escoger dejar la vida si la vida se convierte en algo que no merece la pena? Yo deseo morir como he vivido.
-¿Y a qué os dedicaréis en las Islas de los Bienaventurados?- preguntó el bardo, dándose por vencido ante la determinación inconmovible o el fanatismo que aparentaban aquellos hombres.
-Pues a este mismo tipo de vida, que es el que más nos gusta, por lo menos mientras no llegue el momento de volver a nacer en un nuevo cuerpo -dijo Bodo-, con la diferencia de que, mientras estemos allí, podremos arriesgarnos mucho más que ahora y vivir la vida con mucha mayor intensidad, ya que todos los muertos en ejercicios reales de combate del día anterior resucitarán con el sol al día siguiente, manteniéndose nuevamente jóvenes, fuertes y saludables.
-Parece un Más Allá mucho más divertido que el nuestro –reconoció al final Orfeo-. Comparando con él la creencia de los griegos, incluso los héroes que moran en los Campos Elíseos, que son nuestras islas de los Bienaventurados, se asemejan a un grupo de discretos y serenos ancianos de la clase aristocrática que hacen fiestas cultas, retirados casi completamente de la agitación de la vida.

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